LESA HUMANIDAD

Testigos contaron sobre la tensión vivida en la UNSa en los años 70

Dos testigos que declararon ayer en el noveno juicio por delitos de lesa humanidad dieron cuenta del clima de tensión y temor que se vivía en la Universidad Nacional de Salta (UNSa) luego de la intervención civil a esa casa de estudios, en diciembre de 1974, y las cesantías de docentes que sobrevinieron a finales de ese año y principios de 1975, año en que fue desaparecido el docente e investigador Miguel Ángel Arra.

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Una nueva audiencia en el juicio de lesa humanidad mostró que persiste el pacto de silencio de los represores.
Una nueva audiencia en el juicio de lesa humanidad mostró que persiste el pacto de silencio de los represores.

Además de las cesantías de docentes que sobrevinieron a finales de ese año y principios de 1975, año en que fue desaparecido el docente e investigador Miguel Ángel Arra.

“Era una etapa de mucha tensión dentro de la Universidad. Por la intervención, por los temores que generaban las cesantías (…). Y después el temor a verme involucrado en alguna cuestión de represión”, dijo Yazlle, el primero de los tres testigos que declararon en la víspera. Aunque no había conocido personalmente a Arra,

Yazlle fue convocado porque en julio de 1975 fue demorado por horas en la Central de Policía (en una oficina que tenía un cartel con la leyenda de “Investigaciones Políticas”, o algo así), fue interrogado por un comisario de apellido Saravia, quien le preguntó por el docente que había desaparecido el 24 de junio de ese año. Benedetto, en cambio, había estudiado con Arra en la Universidad Nacional de La Plata y luego vino con él cuando se abrieron los concursos para la naciente universidad salteña.

En abril de 1974, Benedetto quedó a cargo del Departamento de Ciencias Naturales, convertido en un punto central del apoyo al rector Holver Martínez Borelli, que sufría los embates de sectores de la derecha universitaria. Cuando cayó el gobierno de Miguel Ragone, en noviembre de 1974, la derecha peronista, y no peronista, avanzó también sobre la UNSa. Francisco Villada fue nombrado rector interventor en diciembre.

Benedetto, igual que Arra, fue dejado cesante en ese fin de año, las razones eran “políticas”, recordó ayer el testigo.  Arra consiguió trabajo en la Universidad Nacional del Nordeste y estaba de visita en Salta cuando fue desaparecido.

Su novia, Cecilia Zadro, estudiante universitaria, pidió ayuda. Yazlle recordó que Ennio Pontussi, que integraba la lista de interventores departamentales, intentó averiguar el paradero del joven, pero todo fue en vano. Con la desaparición de Arra, “el estado de conmoción” que se vivía en la Universidad, las amenazas de bomba y la certeza de que eran vigilados Benedetto y su mujer, Teresa Sánchez, huyeron a Bolivia primero y, cuando los alcanzó la inteligencia de la policía boliviana, se exiliaron en Venezuela. 

Los infiltrados de siempre 

Tanto Benedetto como Yazlle contaron que existía la sospecha de que eran espiados en la Universidad. Si bien ninguno dio nombres, Yazlle contó una anécdota esclarecedora: recordó que en Agronomía tenía un alumno “muy participativo”, que leía los materiales que recomendaba y siempre estaba atento y preguntaba. 

Un día se lo encontró en un control de ruta en Quijano: estaba con uniforme de la Policía. El testigo dijo que esto le provocó “mucho  desagrado y miedo”. Tras eso, el alumno no volvió a clases. 

“Para mí que lo han reventado”

El sargento retirado Roque Serapio hizo perder la paciencia ayer al fiscal federal Carlos Amad, quien terminó reclamando que fuera detenido, por su evidente reticencia a declarar y ante la posibilidad de que estuviera mintiendo “al amparo del ‘no recuerdo’”.

La querella, a cargo de la abogada Tania Kiriaco, compartió la petición, pero el defensor oficial Pablo Lauthier se opuso, y el Tribunal Oral le dio la razón. Serapio fue convocado a declarar en relación a la desaparición de Miguel Ángel Arra porque en 1975, a los 25 años de edad, como agente en Vaqueros, participó del operativo tras el hallazgo de restos humanos cerca de un arroyo en el campo del Ejército, cerca del Pucará, en Castellanos.

“Ahí levantamos una cabeza. Quién es no sabría decirle”, se atajó de entrada. Añadió que entre los pastos había más restos del cuerpo, destrozados. “Para mí que lo han reventado, le han puesto una bomba”, aventuró. Parco, recurriendo repetidamente a la muletilla “no recuerdo”, el sargento añadió, para enojo del fiscal, cierta indiferencia por la suerte de la persona cuyos restos le tocó levantar.

A pesar que reconoció que jamás antes ni después intervino en hecho alguno de sangre, aseguró que no recuerda casi nada de ese hecho y que el espectáculo no lo impresionó porque es campesino y está acostumbrado a matar animales.“¿Matar animales es lo mismo que matar a una persona?”, lo apuró el fiscal.

El testigo dijo que no, pero minutos después volvió a sorprender cuando al responder al interrogatorio de la abogada querellante por la Universidad Nacional de Salta (UNSa), Tania Kiriaco, contó que levantó la cabeza y las otras partes a mano limpia. “¿Quién ordenó levantar los restos?”, preguntó la abogada: “El jefe”, eludió el sargento, y ahí se cerró: no recordó quién era ese jefe, aunque sí aseguró que no era ni Joaquín Guil ni Miguel Gentil, que están siendo juzgados en este proceso. Tampoco recordó qué se hizo con esos restos. Ni que se hubiera convocado a fotógrafos.

Sin embargo, alguien tomó fotografías que permanecieron ocultas hasta que en 2009 el abogado Carlos Saravia las presentó a la Justicia informando que le habían llegado de manera anónima. Por esas fotografías se sabe que los restos eran de Arra. Para Kiriaco, la falta de cuidado demuestra que nunca hubo intención de investigar este hecho, y la falta de memoria de Serapio muestra que aún persiste el pacto de silencio de los represores.

 

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