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Francisco: el adiós al Papa de los pobres

Finalmente, el Papa Francisco descansa en su última morada.
Hoy quiero intentar expresar lo que su partida provocó en mí, en ese cristiano imperfecto que habita dentro mío.
No soy el mejor de los creyentes —lo sé—, aunque, como suele pasar cuando nos golpea el dolor, por un momento, en este momento, todos nos sentimos cristianos, todos somos cristianos. Así somos, exististas, frágiles.

¿Qué puedo decir yo que no hayan dicho ya las grandes plumas del mundo? ¿Qué puede agregar este humilde periodista a las páginas ya escritas sobre Jorge Mario Bergoglio, ese desconocido cardenal argentino que, en un acto que sorprendió al mundo, se convirtió en el Papa número 266 de la Iglesia Católica, un 13 de marzo de 2013, y que finalizó su apostolado el lunes 21 de abril, a las 7:35 de la mañana, hora argentina, 3,35 hora de Italia.

Aquel lunes 21 comenzó como cualquier otro. Me desperté a las seis, programado para una reunión a las siete. No prendí la televisión, cosa rara en mí. Y a las 7:05, quien venía a reunirse conmigo llegó con un comentario que me golpeó de lleno:
—Qué manera de empezar la semana, ¿no?
—¿Por? —pregunté, distraído.
—Por la muerte del Papa.

Me disculpé casi sin pensar y corrí a mi computadora. Mientras tecleaba, entre cables y titulares, las lágrimas empezaron a deslizarse solas por mis mejillas. No hubo gritos, ni exclamaciones, ni puños crispados. Solo ese llanto silencioso que brota cuando el alma se reconoce vulnerable ante una pérdida que no es personal, pero sí profundamente íntima.

Francisco, ese “amado desconocido” que había aprendido a admirar desde una pequeña ciudad perdida en el mundo, ya no estaba.

Seguí trabajando, como correspondía. Pero el día ya tenía otro color: el de la desazón.
La noticia no me sorprendía, porque Francisco venía anunciando su partida. Y, aún así, el corazón no entiende de avisos ni de despedidas programadas.

Hoy, varios días después, luego de la noche en vela acompañando su despedida a la distancia, las lágrimas rebeldes volvieron a aparecer, escoltando las imágenes de su adiós.

Y entonces me pregunto:
¿Qué importa si fueron 250 mil los que lo despidieron en la capilla ardiente o si hoy fueron 400 mil los que lo despidieron en Roma?
¿Qué importa cuántas cámaras lo filmaron o cuántos artículos se escribieron?

Lo que importa es lo que dejó en nosotros.
En quienes, como yo, hicimos nuestro pequeño duelo silencioso, en el rincón del alma donde se honra a los hombres buenos.

Francisco ya no está. Y, sin embargo, Francisco sigue estando. En cada gesto de humildad, en cada palabra de ternura, en cada defensa de los olvidados, su huella sigue latiendo.

Porque algunos hombres no se van nunca. Solo se transforman en legado, y él, se refleja, está en una parte de la oración de San Francisco: “que no me empeñe tanto en ser comprendido como comprender; en ser amado como amar…”.

Porque él nos amó.

De eso estoy seguro.

NAG

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